El Louvre expone la réplica del Prado en la muestra sobre la ‘Santa Ana’ de Leonardo restaurada
El debate en París es: ¿hay que limpiar la ‘Mona Lisa’ original o no?
El antiguo azul tenue del manto de la Virgen es ahora de un lapislázuli muy vivo. El peinado y el velo de Santa Ana aparecen tan nítidos que casi se pueden tocar. En el rocoso paisaje del fondo, la célebre perspectiva atmosférica de Leonardo, perfilada con la misteriosa técnica del no finito, y sus grises vibrantes se han aclarado tanto que el comisario asegura que se puede ver un torrente de agua al fondo —quizá olvidó añadir “con una buena lupa”. La Santa Ana de Leonardo da Vinci, su obra más ambiciosa y la más meditada, un enorme óleo sobre madera de álamo macizo (168 x 130 centímetros) que el genio arrastró por Europa durante los últimos 20 años de su vida (1452-1516), brilla ahora con una luz majestuosa y más que un cuadro parece una escultura.
Después de una restauración de 18 meses, que escindió al comité científico internacional formado por 16 especialistas hasta provocar dos sonadas dimisiones, el Louvre abre mañana una exposición abrumadora, que dura hasta el 25 de junio y arropa a la nueva Virgen con el niño y Santa Ana con 135 obras más.
La visita, un martes y con el Louvre cerrado al público, es emocionante, “como asistir a una resurrección o un renacimiento”, según lo define el joven y apasionado Vincent Delieuvin, el conservador del museo que ha organizado la muestra. A su juicio “toda gran obra de arte merece al menos una restauración por siglo”, y esta ha requerido un proceso largo y nada fácil. El Louvre empezó a pensar en limpiar la última e inacabada obra de Leonardo en los años noventa, dado su aspecto apagado y desvaído, y a la vista de los desconchones y las numerosas capas de barniz amarillo que tenía —como la Gioconda—.
Una vez se decidió, en 2009, que era urgente intervenir, se tardó un año en buscar financiación y elegir al equipo de restauradores mediante concurso público. La directora de la restauración es la italiana Cinzia Pasquali, y el mecenas Barry Lam, consejero delegado de Quanta Computer, un grupo de Taiwán.
Pese a que, durante los trabajos, los dos científicos dimitidos acusaron a Pasquali de haber hecho una restauración demasiado agresiva, el museo defiende hoy su tarea como “muy cuidadosa”, y afirma que se ha seguido el principio de limpiar lo menos posible usando técnicas reversibles para que en el futuro se puedan revisar sin daños.
La parte más complicada fue “limpiar las manchas y retirar las capas de barniz y los repintados” que ocultaban el trazo sutil y a la vez muy físico de Leonardo. Una de las sorpresas que desvelaron los rayos infrarrojos es que había huellas dactilares de Da Vinci impregnadas por todas partes. “Ahora sabemos que metía los dedos en el óleo, que moldeaba las capas con la mano, las aplastaba y ponía nuevas capas hasta alcanzar el efecto relieve deseado”, cuenta Delieuvin.
La Santa Ana fue la gran obsesión del maestro toscano, el mejor síntoma de su perfeccionismo, según los más de 50 estudios y dibujos preparatorios, venidos en su mayoría de la colección real de los Windsor y de la National Gallery, que presta también el único cartón original que se conserva de los tres que hizo Leonardo (conocidos por una copia de Bresciano que viene del Prado, y por sendos homenajes-variaciones firmados por Rafael y Miguel Ángel).
Ese impresionante boceto inicial, fechado en 1500, que recuerda de una forma extraña a la potencia de Picasso, presenta cuatro figuras en vez de tres (Juan Bautista se cayó al final del cartel, sustituido por el inocente corderito que anuncia el trágico destino del niño) y se expone por primera vez junto al resultado final.
Concebida en Florencia, abandonada para pintar la Batalla de Anghiari en el Palazzo Vecchio, ejecutada sobre todo en Milán y terminada sin terminar en la corte de Francisco I de Francia, donde murió Leonardo, nadie sabe bien quién encargó la obra; los historiadores dudan entre Luis XII de Francia y un coleccionista florentino. Pero sí se sabe que de la Santa Ana se empezó a hablar en 1503, y que Leonardo se la llevó —junto a la Gioconda y el maravilloso San Juan Bautista, que también se expone ahora— cuando en 1916 se marchó a Francia.
Según Vincent Delieuvin, la obra es “su testamento científico y artístico, todo su mundo está ahí, toda su sabiduría. La renovación de la iconografía, el dinamismo de la escena, la naturalidad, el paisaje, la vida y la tragedia de los personajes, la ligereza de los trazos le dan un efecto mágico, y entendemos por qué en 1517 ir a ver la Santa Ana al estudio de Leonardo era ya una gran atracción”.
¿Y por qué tiene más fama y seduce más la Gioconda? “Porque mira al espectador directamente, porque es un retrato no divino, porque es más próxima, porque esa sonrisa nos interpela y es una estrella inigualable”. La dirección del Louvre pensó trasladar temporalmente la Mona Lisa a las salas del entresuelo donde se expone la Santa Ana. Al final desistió, pensando que los 20.000 visitantes diarios que entran al Louvre para verla no permitirían apreciar el perdurable influjo de esta Virgen lánguida que fascinó a Delacroix, Degas y Max Ernst.
Otra de las joyitas de la exposición es la humilde Gioconda madrileña. El hallazgo del Prado tiene un lugar preferente, a 25 metros de la Santa Ana, y muy cerca del San Juan Bautista. Colorista y pimpante, su llegada al hogar de su modelo recuerda que la Mona Lisa es solo un oscuro y borroso reflejo de lo que fue. Barnizada hasta la suciedad, metida en su jaula de cristal, entristecida por el paso del tiempo. ¿Se atreverá el Louvre a tocarla? “La restauración de la Santa Ana, y la magnífica restauración de la copia del Prado han demostrado que técnicamente es posible restaurar la Gioconda”, dice el comisario. “Ahora la vemos con otros ojos, la copia de Madrid nos ha revelado detalles que no conocíamos. Todavía está mejor de lo que estaba la Santa Ana. Pero un día habrá que hacerlo, porque cada día está más oscura”.
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